Un ratón blanco de laboratorio es expuesto a aquello que es el motor de su vida: el queso. El ratoncillo no busca la justicia en el mundo, ni la igualdad entre ratones macho y ratonas hembra (y no porque sea machista), ni el amor entre los semejantes, ni otros valores de tal envergadura. No. El ratoncillo lo que busca es un queso que sacie su hambre, su necesidad de alimentación.
Bien. El ratón se encuentra ante el dilema: camino A y camino B. Él no lo sabe, pero el queso va a estar siempre al final del laberinto A. En los primeros intentos busca y rebusca por el camino A, y luego por el B, y de nuevo por el A... hasta que encuentra su queso. Y así varios días hasta que aprende que el camino A es el que le llevará a la consecución de su meta.
Un día, el malvado psicólogo de turno (es broma, queridos psicólogos), en su afán de explorar el comportamiento animal para luego transferirlo al humano, le cambia al ratón la ubicación del queso. El ratón, todo ofuscado y perplejo, no logra explicarse dónde narices, perdón, dónde hocicos se ha metido su queso. Así que, ni harto ni perezoso se pone a buscarlo: quiere satisfacer su necesidad, y hará lo que sea por conseguirlo. Busca y rebusca por los recovecos del laberinto A, y al no encontrar nada, sigue buscando hasta dar con el laberinto B, y en él busca y requetebusca hasta encontrar su preciado valor quesil.
El ratón blanco, ser inteligente donde los haya, no se quedó estancado preguntándose dónde está el queso, sino que prefirió modificar su conducta y seguir buscando hasta alcanzar el equilibrio metabólico.
Ahora bien. Yo me pregunto a mí misma. ¿Por que yo en ocasiones no logro ver que las cosas no tienen tan sólo una solución y me quedo muriéndome de hambre al final del laberinto A esperando que alguien me plante el queso delante de mis narices?